Lo prometido es deuda: aquí les dejo el cuento de Julio Cortázar "Continuidad de los parques", para aquellos que no lo han leído, pero también para aquellos que gusten volver a leerlo; de igual manera les dejo otro cuento más: "Conejos blancos" de Leonora Carrington. Lean también la entrada de "LITERATURA Y SUBLITERATURA" que deje antes de esta, porque mañana hablaremos de ella (no hay excusa de no leer lo públicado aquí, como lo dije en clase). Disfruten sus lecturas y no olviden hacer las tareas:
1. Buscar un ejemplo narrativo interesante para ustedes o que llame su atención, leerlo y redactar un reporte de lectura para entregar mañana junto con el glosario (palabras que no entendieron de la lectura y buscaron el significado).
2. Comenzar lectura de la novela elegida.
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES.
Julio Cortázar
Había
empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar
lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de
escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de
aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la
puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se
puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres
y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en
seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo
que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la
mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los
robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero
entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el
chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos,
pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de
una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un
diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se
sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había
sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado
se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a
anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
FIN
CONEJOS BLANCOS.
Leonora Carrington
Ha
llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest
Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido
misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi
ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío
de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era
así como yo me había imaginado Nueva York.
Hacía
tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por
las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente,
mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.
La
luz nunca era muy fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de
humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible
examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo
siempre he tenido una vista excelente.
Me
pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento pero
no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total
despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios
respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los
pulmones tan negros como las casas.
Una
tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que
hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y
me puse a observar una moscarda que
chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de
mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso
para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran
cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por
la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al
parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las
dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos
que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó
abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.
La
mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato.
Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y
agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con
coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
-¿Tiene
un poco de carne pasada que no necesite? -me gritó.
-¿Un
poco de qué? -grité yo, preguntándome s me habría engañado el oído.
-De
carne en mal estado. Carne en descomposición.
-En
este momento, no -contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
-¿Y
tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me
la trajera.
A
continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó
el vuelo.
Mi
curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de
carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé.
En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi
obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la
punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia
la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que,
apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me
dirigí a la casa de enfrente.
Cuando
bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé
un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una
cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por
él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que
tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con
el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió,
dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba
casi a oscuras, parecía de madera tallada.
La
mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
-¿Cómo
está usted? ¿Cómo está usted? -murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió
observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al
acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese
salpicada de mil estrellitas diminutas.
-Es
usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente- No
sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos;
mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El
último tramo de escalones daba a un "boudoir" decorado con oscuros
muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y
cráneos de animales.
-Tenemos
visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a
esconderse en sus pequeños rincones.
Dio
un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de
conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente
clavados en ella.
-¡Venid,
bonitos! ¡Venid, bonitos! -canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y
sacando un trozo de carne podrida.
Con
profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los
conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
-Una
acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer - ¡Cada uno tiene sus
pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los
susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho
cabrío.
-Por
supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con
ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente,
un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces me di cuenta
de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz
de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en
un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado
muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra
presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla,
donde masticaba un trozo de carne.
La
mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.
-Ése
es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro...
Al
sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi
que tenía una venda en los ojos.
-¿Ethel?
-preguntó con voz bastante débil - No quiero que entren visitas aquí. Sabes de
sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
-Vamos,
Laz; no empecemos - su voz era quejumbrosa-, No me puedes escatimar un poquitín
de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha
traído carne para los conejos.
La
mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
-Quiere
quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -De repente me entró miedo y sentí ganas de
salir, de huir de estas personas
terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.
-Creo
que me voy a marchar; es hora de cenar.
El
hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que
tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La
mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a
anestesiarme.
-¿No
quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las
estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia:
¡la lepra!
Eché a correr a trompicones,
ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro
al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba
una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y
cayeron al suelo como estrellas fugaces.
FIN